Un día de invierno
Recuerdo un día de invierno, cerca de las Navidades. Seguramente el último día de clase. Un día gris y frío. Tendría unos 6 años. Había estado de baja por sarampión con una fiebre que hizo que me supiera a nada la sopa tan rica que hace mi madre.
Recuerdo que mi madre me llevó al colegio cuando ya estaba sin fiebre y con fuerzas para salir a la calle. No era el horario habitual. Serían sobre las 11 de la mañana. No recuerdo bien. Llegamos al colegio y entramos en la clase donde yo estudiaba. Estaba llena de niños, compañeros míos, que estaban atareados con manualidades. La poca luz que entraba por los ventanales se mezclaba con unos cuantos fluorescentes encendidos. No recuerdo que alguien se acercase a saludarme (de hecho, tampoco era tan popular). Mi madre se puso a hablar con mi profesora para explicarle lo que me había sucedido y yo simplemente me quedé detrás, en un segundo plano mientras miraba a todos como trabajaban.
Recuerdo el olor a pegamento Imedio, tablas de marquetería y pintura. Antes no se tenía tanto cuidado con los productos tóxicos y el espacio casi podía prenderse encendiendo un mechero en medio de una clase de manualidades.
Llegó un momento en que mi profesora (no recuerdo si sería Paqui) se dirigió a mí, se agachó y me preguntó si me gustaría quedarme. Le dije que sí. Y me pusieron en una mesa, me dieron un abeto pintado en verde, hecho en marquetería y unas bolas de madera de diferentes colores con un agujero en un lado. Se trataba de pegar las bolas en las puntas del abeto.
No recuerdo nada más. Tampoco si mi madre vino a recogerme (evidentemente que lo hizo). Solo tengo este recuerdo.
Siempre me han reconfortado los días grises de invierno, los que la luz dura poco, los que hacen frío y te invitan a recogerte pronto en casa.
Supongo que soy de los que tienen suerte de dónde recogerse y además te sientes abrigado y querido.
Foto: Boris Ott