Más historias en un tren
Hoy creía que iba a tener un retorno a casa como todos los demás: escuchando mis podcasts y de vez en cuando echando una cabezadita cuando apretase el sueño. Pero no ha sido así. Estaba tranquilamente en mi asiento de una plaza, de esos que están cerca de las puertas de entrada y salida, cuando en una estación bastante concurrida empezó a entrar la típica gente que van desesperados por coger un asiento antes que nadie.
Hasta ahí todo normal. El cambio ha sido cuando se ha puesto a mi lado una anciana (lo deduzco por su aspecto físico) cargada con un montón de bártulos la mayoría viejos y estropeados. Llevaba una ropa sucia y desprendía hedor de aquellos que no llegas a acostumbrarte aunque pases mucho tiempo oliéndolo. Otra cosa que me ha llamado la atención son sus pies y concretamente sus talones. Prefiero no describir el deplorable estado de éstos.
La cosa es que viendo que nadie le cedía el asiento a esta mujer lo he hecho yo (no es que sea el más bueno o generoso, pero de vez en cuando me sale la vena amable que tengo escondida en algún lugar) y ella me lo ha rechazado en más de una ocasión. Lo cual, supongo, ha provocado que empezara a darme consejos sobre lo mala que es la gente y lo peligrosos que son los médicos, así como breves recetas de cocina que, según ella, servían para conservar la salud y no caer en las garras de los malvados licenciados. También me ha contado historias para no dormir de ambulancias y niños. En ese punto creo que ha sido el más… ¿cómo decirlo?… extraño.
A ver, no es que me haya descubierto la sopa de ajo, pero a pesar de su pobre aspecto y sus amenazas con el dedo índice pasando demasiado cerca de mi cara, le he seguido la conversación durante más de lo que hubiese creído capaz (y eso que no soy muy ducho en conversaciones), pero la verdad es que se me han pasado las estaciones que no me he dado cuenta.
Cuando me pasan cosas así no sé que busco, pero en vez de apartarme (arriesgándome a ser soez) y seguir mi camino, sigo el juego sin valorar las consecuencias. No es que me vaya la vida en ello, pero sé que muchas veces me cuesta decir que no a según que cosas. Así que como dice ella, mejor no fiarse de la gente demasiado.
Al final, cuando ha llegado el momento de apearme, nos hemos despedido y esta vez sí, ha cogido mi asiento sin siquiera quitarse la mochila que llevaba a cuestas.
Por cierto, me ha dicho que el tomillo va muy bien para evitar la caída del cabello. Ahí queda.
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